Nostalgia de un amor que no pasó, que nunca fue, que no es y que, por desgracia, no será. Un vano sueño adolescente en una persona casi adulta que se resiste a aceptar su derrota. Una vaga esperanza de que todo salga como en el cuento de hadas que jamás existió, solo en mi cabeza y en mi corazón, donde las imágenes reales se entremezclan con las soñadas. Todo nítidos recuerdos de los breves momentos que pasé a su lado, siendo invisible para él pero significando el mundo entero para mi. Todo simples retazos de sueños imposibles.
Y hoy, tanto tiempo después de la última vez que le vi (ha pasado más de año y medio), nuestros caminos han estado a punto de volver a cruzarse. No ha pasado. Pero solo la mera posibilidad de que hubiese podido suceder me ha hecho volver a soñar con el ayer, con todo lo que quise vivir a su lado y no pude. Inevitablemente, con mis recuerdos más alegres de una vida ya pasada llega también el dolor que acompaña a los sueños marchitos.
Quisiera volver a tener esos tiernos 18 años en los que todo me daba igual, en los que sacarme un curso adelante era el menor de mis problemas, si tuviera 18 años y todas mis experiencias de aquella época sé que me habría fugado a donde fuese con tal de verle tan solo un par de segundos. Pero esos años ya pasaron, mi carrera ocupa mi más alta prioridad y aprobar los finales es mi mayor responsabilidad, lo que a la larga deberá reportarme la más plena felicidad.
Pero ahora considero la madurez de estas ideas el peor de los fracasos como persona, y no dudo que esto sea una hipérbole en su máxima expresión, pero así lo siento. Porque le quiero, con todo lo que conlleva, le sigo queriendo, como el primer día... ¿qué digo? ¡¡Mucho más que el primer día!! Cada día un poquito más, y así, lentamente, se va llevando lo que queda de mi.
Él, el único capaz de quebrarme en mil pedazos con un gesto y de recomponerme segundos después con el poder de su hipnotizante mirada. Él, quien marca el ritmo de mis latidos con la fuerza de su mágica sonrisa. Él, siempre él, un anclaje seguro, una apuesta por una frágil felicidad.
¿Y qué más da lo que me digan los demás? Le quiero, le amo, le apoyo, le deseo, le envidio, le odio, le necesito, le TODO. Le quiero por esos pequeños gestos que iluminan mi día a día. Le amo por todo lo que ha hecho por mi sin siquiera saberlo. Le apoyo porque no sabría ignorar su dolor. Le deseo por cómo es. Le envidio porque ha cumplido sus sueños y seguirá haciéndolo. Le odio porque me hace sentir frágil y vulnerable. Le necesito porque sin él mi vida carece de sentido. Le TODO, en definitiva.
Y siento una profunda nostalgia de mi ya olvidada despreocupación por las responsabilidades que me atañen. De no ser por ellas, esta entrada sería mucho más alegre, denotaría mi más sincera felicidad por saber que he luchado hasta el final, sin miedo, y que seguiré haciéndolo, como él me enseñó. Le he fallado.
Ojalá nuestros caminos vuelvan a cruzarse pronto, y esa vez estaré ahí, buscándole, esperándole, amándole.
Aurora.
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