lunes, 24 de enero de 2011

Noche



Después de bastantes días sin salir con mi gente, decidimos hacerlo el pasado sábado. Salir de fiesta una de las noches más frías del año. Común error en nosotros. Todo iba perfecto, preparé la ropa, pensé cómo me maquillaría y qué perfume usaría. Todo controlado, ¿todo? No. Faltaba una cosa, bastante importante diría yo. Me había comprometido a llevar yo la botella de alcohol y los vasos.
El Ron Legendario Añejo esperaba imponente en la pequeña bodega personal de mi habitación a que alguien se decidiera a catarlo, saborearlo, degustarlo. Esa espera había llegado a su fin. Mientras me duchaba pensé en el ron, y lo mucho que nos íbamos a emborrachar si de verdad terminábamos la botella entre dos personas, como estaba previsto. Y de repente ¡ZAS! Recordé como si de un flash back se tratara que había agotado los vasos en la última quedada.
Empecé a dar gritos desde el baño, esperando que algún familiar se alarmara y viniese en mi socorro. Quizá suene un poco cruel pero si no creen que te estás muriendo en mi casa nos hacemos poco caso los unos a los otros. Al final vino mi padre y le pedí que, por favor, bajara al chino a comprar vasos de tubo de los de 15cents. Me miró estupefacto, creyendo seguramente que el agua se me habría colado en el cerebro y que estaría ahogando mis neuronas, pero reaccionó y me aseguró que iría.
Apoyada en la puerta del baño pensando en mi suerte le oí pegar saltos camino a su habitación y canturreando: "¡¡¡Soy joven, soy joven, compro cosas de botellón!!!" No pude evitar soltar una gran risotada. Pocos minutos después, mientras me vestía, me comunicó que ya tenía los vasos. Suspiré aliviada. Terminé de arreglarme y salí camino a la plaza donde esperaría a mi gente.
Llegué y allí no había nadie, todo estaba desierto y un silencio sepulcral lo cubría todo. Me estremecí, más de frío que de miedo. Encaminé mis pasos a la fuente y me senté en un banco allí cercano. Había olvidado la zona exacta donde había de esperarles. Miré al cielo y me asombré al ver las estrellas brillar. Siempre me sorprende y puedo pasarme noches enteras admirando el cielo nocturno porque para mí no hay nada más bello.
Me dejé llevar por mis pensamientos mientras la fría brisa me congelaba lo poco de piel que tenía visible bajo tantas capas de abrigo y escuchando el susurro del viento mientras observaba cómo movía las hojas de los árboles que me rodeaban. El continuo fluir del agua de la fuente que allí había ayudó a que me transportara a otro lugar muy lejano. Mi cuerpo estaba allí, mi mente no.
Mirando al cielo me sentí tan pequeña y tan insignificante que se me sobrecogió el alma. En ese momento me di cuenta de lo mucho que había necesitado una noche a solas conmigo misma y las estrellas y supe a qué lejano lugar y tiempo me había transportado. Estaba en lo único bueno que recuerdo de mi infancia, había ido a mi pueblo y estaba con mis abuelos. Ellos me contaban historias mientras mirábamos al cielo, sí, ellos me enseñaron lo grandioso y hermoso que puede llegar a ser mirar la luna llena rodeada de estrellas mientras un frío aire te hace estremecer.
Lloré en ese momento al recordar y lloro ahora al escribirlo. Un grito me sacó de mi ensimismamiento. Era mi gente que había ido en mi busca. Lo que ocurrió a partir de ahí puede resumirse en que, al menos yo, me pillé el pedo que esperaba y que dimos vueltas por la ciudad admirando la quietud de sus calles. Una noche más...

Aurora.

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